Estoy sentada en el sillón de mi habitación, mirando fotos en el ordenador. Descanso los huesos después de una noche de sábado en año nuevo. Son las tres de la tarde, el domingo es blanco y negro. Me bebo el resto del café con leche ya frío y escucho la radio divagando. En ese mismo instante oigo al locutor decir que no debemos arrepentirnos de lo que hemos hecho, sino de lo que hemos dejado de hacer.
Pues bien, no me arrepiento. Es verdad, opino como el locutor de esa emisora comercial. No quiero asignaturas pendientes en la escuela de la vida. No quiero mirar atrás un día, ya vieja y rota, y darme cuenta que fui demasiado soberbia para no decirle a alguien a quien amé que le quería. No me importa lo que piense. No me importa que no me quiera. Qué yo ame a los demás y cómo los ame, es totalmente independiente de sí ellos me aman y de cómo me aman.
Los humanos sentimos cierto bochorno al confesar nuestro amor, nos parece una cursilería y hasta una debilidad. Unos porque piensan que se exponen demasiado o son demasiado orgullosos y otros porque no quieren sentirse a merced del otro o se avergüenzan de lo que la otra persona pensará. La gran mayoría no lo decimos porque no nos lo dicen. El otro día, ya al final del año, pensé: ¿qué pasaría si me muero y no les he dicho a las personas que quiero que las quiero?. Sería tristísimo. Así que se lo he dicho, y me he quedado de puta madre, alegradísima.
Arrepentirse de no haber hecho algo importante para nosotros es la magia negra de nuestras vidas. Hacer lo que el corazón nos dicta es la magia blanca de nuestros días.
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