domingo, 27 de diciembre de 2009

plomo en oro

Es mejor un final doloroso, que un dolor sin final. Es un proverbio alemán, que suena como una sentencia. Se nota el toque wagneriano, trágico, del carácter germano. Por supuesto que es preferible un final feliz, pero esa no es la cuestión. Le suelto esta frase a Pablo acomodada en su sofá este último domingo del año, y los ojos se le abren demostrando que entiende demasiado bien la grandeza de este pensamiento. Porque Pablo sufre y no quiere seguir sufriendo. Quiere un final feliz pero sabe que será un final doloroso, o un dolor sin final.

El sol se pone, desde las ventanas de su salón en un segundo piso contemplo las nubes rosas que pintan el cielo de Madrid. Siempre me sobrecogen esas puestas de sol invernales, son cursis y rápidas como una tarjeta de felicitación, pero son preciosas.

Mi amigo sigue sufriendo de encantamiento, aunque en estas últimas semanas ya se ha ido desencantando. Es normal, su encantadora Cristina, lleva todo este tiempo haciendo de las suyas. Le llama para verle un día y pretende que Pablo se ponga firmes y se presente a la voz de ya en su casa. Si él no puede, pero le dice que al día siguiente se verán, ella le da plantón ese día. Así en una amarga procesión de llamadas y mensajes en los que Pablito se está dejando la piel del alma. Del dolor al cabreo, del cabreo a la impotencia y de ésta a la frustración y el desengaño.

Las personas hacemos lo que sea cuando algo que queremos se nos niega. Por lo pronto, negamos la negación. No queremos aceptar ese "no" que nos abrasa y pretendemos volverlo "sí". Ese proceso puede ser divertido y excitante por un tiempo, pero a la larga mata. Cuando después de toda esa inversión emocional, todas esas llamadas y salidas, ese esfuerzo por demostrar nuestra valía, toda esa entrega; nos damos cuenta de que nada ha cambiado salvo el hecho de que nos hemos pillado aun más por esa persona y ella no. Ya llega la impotencia asomando sus garras de tristeza.

El objeto de deseo, en este caso Virginia, ya sabe que Pablo quiere algo más de ella y disfruta de ese hecho. Se deja querer. Sencillamente para ella, en su posición de ventaja, es muy fácil dominar la situación. Si Pablo deja de llamarla, es entonces cuando Virginia se da cuenta de que le puede perder y le llama. No quiere perder sus caricias, no quiere perder su devoción, no quiere a Pablo lo suficiente, esa es la cruda verdad. Entonces llega la frustración y mi amigo se da cuenta de que sus esfuerzos para convertir un "no" en un "sí", son como tratar convertir el plomo en oro, no va a dar con la formula que haga que el corazón de Cristina cambie. Sólo va a aumentar el ego de una niña malcriada.

Es una pena, es una historia triste sin final feliz. Por eso es mejor darle una muerte rápida, aunque duela, a seguir con una vida larga y miserable en la que sólo se puede sobrevivir de las migajas de tiempo que te da el otro. Es la eutanasia del amor no correspondido. Ese amor que vive enganchado a un respirador artificial y que no disfruta del oxigeno de la persona amada. Apagar la maquina es duro, pero necesario. Mientras se está conectado a esa relación el corazón no ve otros paisajes. Paisajes esplendidos dónde respirar a pleno pulmón.

Se hace de noche y me levanto para irme. Pablo ha quedado con Virginia, quiere ponerle las cosas claras. Sabe que volverá a ser "no" pero "si"  y como un soldado resignado se presenta a filas en una batalla ya perdida. Es el desengaño. Me acompaña a la salida, me da un gran abrazo. Salgo a la noche camino de mi coche, respiro hondo dejando entrar el aire en mis pulmones, melancólica por lo que pudo haber sido pero feliz de poder volver a respirar.

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