Al llegar al Arco del Triunfo mis ánimos se van calmado con al bálsamo de una conducción fluida. En el semáforo de Princesa con Alberto Aguilera contemplo las luces de El Corte Inglés y pienso que, al ser Madrid cuidad que me vio nacer, tal vez le debo cierta fidelidad. Supongo que son los recuerdos olvidados de unas navidades de principios de los 80.
Me acuerdo de los años de universidad esperando a un noviete mio a la puerta de ICADE. De los días en la Plaza del Marqués del Valle Suchill cuando estudiaba en los bancos para ser diseñadora. De aquel día que subiendo la Calle de la Palma en mi AX blanco y con Leticia a mi lado vimos bajar por la calle a un macizo que, mientras se comía una manzana, se santiguaba a la puerta de la iglesia. Nos miramos las dos como si acabáramos de ver un milagro. Y creo que perdimos al instante la poca fe que nos quedaba.
Enfrascada en esos pensamientos bajo Génova y me paro en el semáforo de la Audiencia Nacional que parece pillarme siempre, pero siempre, en rojo. Miro a mi derecha, veo a tres polis charlando tranquilamente y pienso en las cosas que se cuecen allí dentro. El semáforo se pone verde, le piso fuerte hundiendo más aún el tacón en la alfombrilla. Mejor salir corriendo. Al fondo se contempla ya la Plaza de Colón, conduzco sonriente y despistada, como es mi fea costumbre, otra. ¡Vaya Gallardón ha cambido a Cristobal de sitio!¡Y ha hecho una rotonda!. Siempre descubro algo nuevo en los madriles. Enfilo el lateral de la Castellana con dificultad y llego a mi destino. Aparco en doble fila, bajo del coche y le doy las llaves al aparca. A tiempo. Increíble.
Mirando arriba, al cielo naranja de la noche madrileña, suspiro y pienso que al final no creo que me vaya nunca, porque aunque viva en cualquier otra cuidad, siempre llevaré Madrid en las venas. Dentro de mí, hechizada.
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