El hecho de que soy diferente a los demás me golpea hoy otra vez, 24 de diciembre a las tres de la tarde camino de casa de mi madre, donde vivo otra vez. Cuando tomo el Camino Viejo de Madrid, la calle que lleva a su casa, obserbo el cielo goyesco madrileño en esta sobremesa navideña. La carretera hace unas curvas improvisadas y se separa del Pardo por una vía de tren fatal que se llevó a mi hermano por medio. Es el camino de mi vida. Antes de vivir dónde vivo ahora, viví al final de este camino. Ya nunca voy por allí. No sé la razón por la que guarda tanto significado. Será porque crecí aquí.
Veo la Torre Picasso reluciendo al fondo, la boina gris de polución famosa y esas cuatro torres en Chamartín que me recuerdan al tenedor de satanás surgiendo de la tierra. La luz es hermosa, brillante. Vengo de tomar el aperitivo de Nochebuena con mis amigos, pero no soy yo la que está con ellos. Soy lo que quiero que ellos piensen que soy. Soy la que me gustaría ser para ellos.
Estoy dolida, me acuerdo de los días felices, cuando era pequeña y no sabía nada de la vida. A la vez estoy feliz, esa es mi personalidad. Dual, polar, bipolar. Una géminis que no encuentra a su gemelo. Que le busca en las personas que no son. Alguien que se pierde de camino a casa y que se encuentra en una playa brasileña o en un río alemán.
Soy consciente de que mis percepciones no son como las de los demás. ¿Es eso malo?. Supongo que no, pero sí molesto. Me molesta a mi y les molesta a los otros. Una vez me dijo alguien que quise que la felicidad está en el conformismo. En ese mismo momento supe que nunca sería feliz con él y que a lo mejor me iba a costar un poquito más que a un conformista encontrar la verdad. Para mi la verdad está en la belleza. La belleza de la naturaleza de los actos. La simple amapola al borde de la carretera. La primera de la primavera que anuncia que ya llega el calor y que no eligíó florecer allí.
No quiero conformarme, quiero ir más allá. A lo mejor me quemo con el brillo de la bombilla, pero por lo menos habré muerto persiguiendo algo que dé sentido a mi vida.
Las hipotecas, los niños, los coches, las celebraciones porque sí, el paripé, hasta los zapatos y los vestidos, no son nada para mi. Son la mera cáscara de algo más. Algo inmenso que nos rodea y que somos tan ciegos que no lo vemos. A veces alcanzo a verlo, por el rabillo del ojo, cuando menos me lo espero. Es de una magnitud que cuando lo cuento me toman por loca. Nunca se nos presenta de frente. Son esos momentos que uno siente dentro, muy dentro, y que sabe que son eternos, están hechos de materia divina y forman parte de lo más intimo del cosmos. Pequeños flashes de divinidad que los ángeles nos alumbran y que no tomamos en serio porque estamos demasiado ocupados con el trabajo o con lo que pensará nuestro chico.
Doy gracias por tener este don y esta maldición que no entienden la mayoría de los hombres y mujeres comunes. Lo vivo, lo siento e intentaré aceptarlo. Tal vez este loca. ¿pero y sí no?
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