Es curioso que cuando tenemos las cosas más cerca no nos damos cuenta de que ahí están. Es el dicho popular "si es un perro, te muerde". Y pasa con todo, sólo nos fijamos que ya no están, cuando se han ido. Entonces notamos su ausencia. Pasa con las gafas o con los amigos. ¿Dónde he puesto las gafas? ¡Madre mía, qué cabeza tengo¡ ¡¡¡Me cago en diez!!!! ¡de este año no pasa, me opero la vista! Voy subiendo el tono a medida que me doy cuenta que no las encuentro, que soy muy dependiente porque no veo patata sin ellas. Las quiero y las odio. Y pongo a Dios por testigo que no tendré nunca más gafas. Hasta que llega mi hermana, me mira como si me hubiera vuelto loca y me dice: "las tienes en la cabeza".
¿Y cómo se me queda a mi la cara? Pues cara de gilipollas, para qué negarlo. Y después cara de alivio. Me las pongo y veo. Adoro mis gafas.
Cuando una cree que ya no tiene el favor de un amigo, porque no ve lo que está haciendo por una. Cuando una reniega y patalea porque no lo ve. Y luego, más tarde, algo mundano hace que abras los ojos y sepas que siempre estuvo ahí, a tu lado. Se te queda esa misma cara de gil, al reconocer lo mucho que le quieres por ser como es y por enseñarte a ver.
Magia.
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