domingo, 13 de diciembre de 2009

y comieron perdices

Estamos llegando a las navidades, poquito a poquito. No son una época fácil para muchos. Para mi tampoco. Cada uno tendrá sus razones, todas ellas muy respetables. Yo hago un esfuerzo sobrehumano por amortiguar el dolor con lentejuelas y alcohol. Supongo que también muchos hacen lo mismo cada vez que tienen que ir a una de las cenas típicas de estas fechas.

Después de estar una hora rizandome el pelo con las tenacillas y haberme subido a mis botas de 12 centímetros, parezco otra. Milagroso. Me subo en mi escoba, el ibiza color nube que pago hace años y que es mi única posesión de cierto valor. Mientras vuelo por las calles que separan mi casa del restaurante me doy cuenta de la cantidad de pereza mezclada con cansancio que tengo acumulada. ¡Qué perecita, virgencita!

Verlos a todos, a los treinta a la vez, me recuerda porque no me gustan las navidades. Han sido ya tantas y tan diferentes, pero en el fondo iguales. Genuinos deseos de paz y felicidad entre guerras amistosas y batallas de pasión. Las tristezas y alegrías del reencuentro. Un poquito más viejos y un poquito más sabios. A lo mejor también, un poquito más cínicos, más sinceros, más cercanos. Pensamientos positivos, pensamientos positivos...

Camino hacia la puerta, respiro hondo, me repito mi mantra y la abro. Entro en el local y veo que ya han llegado casi todos los invitados. Al primero que veo es a uno que no me apetece ver. Me saluda y me pregunta intensamente, como hace siempre, qué tal estoy. Imitando su intensidad le miro fijamente y le contesto que de maravilla, vaya mentira, pero como estoy segura que él esperaba un comentario mordaz de los míos, me doy la satisfacción de no dárselo. Más y más saludos, besos, miradas furtivas y muchas, muchas lentejuelas.

Miro al infinito imaginándome sus grandes ojos azul cielo, sabiendo como sé, que no van a estar ahí, un año más. Lo peor de todo es eso, una certeza brutal. Esa navidad ya no volverá. Miro a mi alrededor y los veo. Gente que conozco hace tantos años que prefiero perder la cuenta.  Y gente que veo dos veces al año, una en verano y otra en invierno, como a las aves migratorias. Pensar eso me recuerda que en verano hay otra boda, en la que les volveré a ver. Y aquí estoy yo, con mi mini-vestido de lentejuelas. Otro invierno más comprometida con mi soltería.

La mesa es larguísima. Me las apaño para sentarme el lado de alguien que sé que me va a querer bien. Es la futura mujer de mi mejor amigo, Arancha. El hada de la noche. Una chica deliciosa, guapa e inteligente que lo está dando todo por amor: Guille. Su top de volantes plateado de lúrex y su forma de hablar embelesan esta parte de la mesa. Está preciosa y nos cuenta encantada que en otro tiempo lo pasó mal, pero que todo cambió el día que conoció a mi amigo. En sus ojos brilla la chispa de la esperanza cumplida. La de los finales felices en que se comen perdices.

Rememoramos aquellos días, hace año y medio, cuando le conoció. Reímos y soñamos. La fiesta se anima, la comida tarda, bebemos más y más vino y al final de la noche ya ni me acuerdo de porqué no me gustan las navidades.

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